
En todas las democracias que existen y que han existido, siempre ha habido legisladoras y legisladores. Las repúblicas democráticas se definen por este equilibrio. Desde que las monarquías absolutas dieron paso a los filósofos de la Ilustración, el balance de poder se ha sustentado en las negociaciones necesarias entre un poder ejecutivo y uno legislativo. Luego se agregó el judicial, que muchas veces es una derivación de ambos poderes anteriores. Incluso desde los orígenes de gobiernos semi-democráticos de la antigüedad, como la Grecia de Pericles o la Roma de Julio César (quien fue senador), es en las cámaras legislativas donde se fraguaba el poder. La República Dominicana del siglo XXI no es la excepción. Me siento privilegiado de haber tenido la oportunidad de trabajar y conversar con muchos de ellos en estas casi dos décadas de ejercicio legal, empresarial y político.
La política tiene la peor de las reputaciones, pero bien hecha, la política puede ser la más hermosa de las dinámicas humanas, pues tiene el potencial de unirnos en acuerdos mutuos y definir el futuro y la estructura de nuestras sociedades.
Hoy en día, en medio de la anti política de la posverdad, de las redes y la brevedad, atacarlos, insultarlos y vilipendiarlos se ha convertido en un deporte rentable a nivel mediático. Cualquier comunicador o comunicadora que hace señalamientos sobre los legisladores consigue notoriedad. Primero, porque es cierto que ha habido abusos y privilegios, y también es cierto que algunos no dan la talla de lo que necesita el país. Incluso muchos dirigentes políticos de los mismos partidos que eligen a estos diputados y senadores viven denostándolos para parecer simpáticos y ganar popularidad. Hablan de sus exoneraciones, les dicen vagos, narcotraficantes, pillos, analfabetos y demás. Sin embargo, ¿cuál es la verdad?
Algunos dirán que no tendré objetividad por pertenecer a un partido y trabajar en el gobierno. Están en su derecho. Sin embargo, he pasado más tiempo fuera del gobierno que en el gobierno, y desde el año 1995, cuando me inscribí en la PUCMM en la carrera de Derecho, he compartido con ellos. He hecho campaña a su lado. He litigado con ellos. He peleado con ellos, y muchas cosas más.
Debo decir que salvo excepciones, —por supuesto que hay graves ejemplos—, la mayoría de los que he conocido son personas de una inmensa sensibilidad social y de una genuina preparación.
Algunos con maestrías de las mejores universidades del mundo, y otros con las maestrías que da la vida en los callejones, en los barrios y en los campos. Otros con los estudios que solo se pueden conseguir venciendo la miseria más cruel y las injusticias más terribles. Los he visto superar todo tipo de vejamen. Salvo una que otra excepción, la mayoría son personas sin un patrimonio económico real. Yo, que he sido abogado de multinacionales, de emporios nacionales y de muchos empresarios, puedo decir que lo que gana un legislador en RD versus lo que se genera en nuestra economía es sencillamente un chiste. Sé que eso parecerá estrafalario, y lo digo aquí pues, si no rompemos el maleficio de la hipocresía de creernos que todo trabajo público es para ladrones, estúpidos o locos, terminaremos gobernados por ellos.
La mayoría de estos diputados y senadores terminan debiéndolo todo por sus campañas. Sus casas amanecen llenas de gente pidiéndoles recetas, ayudas y empleos. Dirán los mismos cínicos de siempre que ese no es el papel de un legislador, y tendrán razón. Lo que pasa es que ellos no son los culpables de esa deformación. Son las víctimas. Los culpables de esa deformación son las clases dominantes que han preferido desde siempre el populismo al realismo. Quieren un Estado eficiente, pero no quieren pagar un Banco Central. Esa es la misma lógica que aplicamos cuando queremos que nos protejan policías sin sueldo, o que nos fiscalice un auditor con hambre.
Recuerdo mis primeros días en la DGA, cuando me decían que no podía subirle el sueldo a un aforador, que entonces ganaba un salario mínimo y a la vez verificaba un contenedor de alto valor. Hemos corregido esa situación, con resultados importantes que toda la sociedad reconoce. No es el poco sueldo una excusa para la corrupción, pero sí es una falta de visión no justipreciar el trabajo público.
Conozco un diputado que hace de Cristo Rey un ejemplo de paz social, aun frente a las más graves desigualdades. Conozco un senador que combina el sindicalismo con grandes dotes de consenso. Conozco una diputada y pastora evangélica que, con su ejemplo de vida, nos enseña a todos. Conozco una exdiputada que estoy seguro podría ser presidenta del Banco Mundial.
Nuestra democracia está lejos de ser perfecta. Nuestra economía está muy lejos de ser justa. Sin embargo, tenemos un país que, a pesar de sus defectos, es un ejemplo de avances en muchos aspectos. Vivimos en paz, crecemos de manera constante y nuestra política ya no es violenta. La clase política dominicana, desde décadas hasta hoy, ha demostrado madurez, y en ningún lugar más que con los senadores y diputados.
No estoy diciendo que los legisladores son perfectos, pero insisto en que su reputación no se relacione con el valor que aportan a nuestra sociedad. Hoy es popular criticarlos, pero me parece justo decir lo mucho que hacen, aunque nos quieran freír en alquitrán por ello. Vamos.