Por Cándido Mercedes
“Pierre Rosanvallon ha puesto de relieve que integridad y transparencia son dos imperativos del buen gobierno, así como de la democracia de confianza. En efecto, sin integridad y transparencia no se puede pretender reforzar esa institución invisible que es la confianza”. (Rafael Jiménez Asensio: Como prevenir la corrupción).
En nuestra sociedad se tejen de manera sempiterna mantras y dogmas, haciendo de los aspectos sustanciales, trascendentes, como si fueran eventos coyunturales en un relato construido para robustecer el relativismo esencial. Es ese relativismo social que nos envuelve para adjetivarlo todo, en mero marco de instrumentalización.
Requerimos de una ética que se forje en una ética pública institucional, que deje como parte del pasado los que más sustrajeron dinero del Estado, vía la corrupción administrativa, el neopatrimonialismo, el padrinazgo y la acumulación originaria. Que la biopolítica y la necropolítica no tengan asiento en el corpus social-institucional de la vida pública. La ética pública es un eje transversal que construye a una ciudadanía en función de valores y procesa un grado identitario con proyecto de futuro, haciendo que la energía florezca de manera permanente de esperanza. La ética pública es un eje medular de competitividad, pues en su hacer de integridad forja la cultura de la calidad, la cultura de la creatividad, de la innovación y el afán de la eficiencia y de la efectividad.
La ética pública es la combinación fundamental del pensar, del decir y del hacer. Implica un querer, un poder y un actuar. Es una conexión sincrónica del individuo que sabe lo que es una cuestión de honor servirle a su país y que comprende que la muerte se encuentra con la vida, sin tiempo, sin contexto, empero, con el concierto cierto de la trascendencia. La ética pública enraizada, internalizada, coadyuva medularmente con una institucionalización pública, social, que conduce inexorablemente a crear un círculo virtuoso. Permea esa visión de manera ineludible, que toda acción que se emprenda desde el Estado ha de realizarse desde una perspectiva costo/beneficio, ya sean sociales, humanos, materiales, financieros e institucionales, tomando siempre como horizonte la sociedad.
La ética pública desborda los parámetros de medición instrumental de la corrupción, al tiempo que la contiene. Diríamos que la instrumentalización de la ética y su asunción es el primer eslabón, la primera carrera, de un desarrollo sostenible. La ética pública mira el costo de la burocracia en un país determinado, que hace dos años significaba alrededor de un 5% del PIB en la nación dominicana. La ética pública dimensiona el grado de inversión, pues este parámetro está directamente correlacionado con la competitividad, que es procesos, procedimientos, trámites y, por lo tanto, aumenta la rentabilidad, lo cual atrae más inversiones y mejora en las calificadoras de riesgos.
En América Latina hay una crisis de confianza pública de la que nuestro país no escapa. Es cierto que ha mejorado en estos casi cuatro años, medida en el marco del Foro Económico Global con su Índice de Competitividad, Transparencia Internacional, el Doing Business y la Organización CCC (Capacidad de Combate a la Corrupción, que mide 15 países de la región). Sin embargo, cuando vemos que en Estados Unidos hay empleados de ProConsumidor, de Interior y Policía, del INTRANT, de SENASA, de SUPERATE, nos lleva a reflexionar sobre la ética pública que contiene la dimensión de la ética política, de las convicciones. ¡No hacer con lo público lo que no somos capaces de hacer con lo privado, con lo nuestro!
Como nos diría Marcos López Herrador en su libro Los Poderosos “Debemos ser conscientes de que la verdad existe, de que existe la verdad absoluta y que merece la pena luchar por ella. Quien defiende la verdad defiende la vida, el ser y la esencia de las cosas. Es más, se defiende a sí mismo y la propia razón de su existencia y el sentido que tiene la vida, así como su trascendencia”. La ética pública nos lleva a comprender que hay profesionales en política, pero no todo político es un profesional. La institucionalización de la ética pública es un esfuerzo permanente, continuo, como la democracia, en constante construcción.
Es un hacer más con menos, es que todas nuestras decisiones alcancen siempre el sello de la legitimidad. Como diría el gran gurú de la calidad Philip Crosby “La calidad no cuesta, no es un regalo, pero es gratuita. Lo que cuesta dinero son las cosas que no tienen calidad, todas las acciones que resultan de no hacer bien las cosas desde la primera vez”. O, parafraseando al gran filósofo antiguo Aristóteles, cuando señalaba “somos lo que somos a través de lo que hacemos, la calidad no es un acto, sino un hábito·”.
La ética pública nos ayuda a desbrozar un Estado moderno que en su fisonomía lleve en cuenta los factores socioculturales, los factores políticos y los perfiles competicionales de los que accedan a la Administración Pública. Hay que trillar el camino y remarcar los valores éticos en el ámbito público. No debemos seguir permitiendo, como nos diría Sofie Coignard, la tiranía de la mediocridad. Hoy, la ética pública nos llama, por ejemplo, a graficar una Reforma Fiscal Integral que lleve como paradigma nodal la simplificación. Que exprese un real contenido de inclusión y de progresividad fiscal.
¡Que paguen más los que más tienen! Una Reforma que ruptura el síndrome de las 7 reformas: Hipólito, Leonel y Danilo. Entre Leonel y Danilo llevaron la tasa del ITBIS, en solo 8 años, a un aumento de 66%. Leonel encontró el ITBIS en 12, lo llevó a 16 y Danilo, al final del año 2012, lo llevaría a 18. Es bueno significar que ambos aumentaron nuevas figuras impositivas. El golpe más duro para la pobreza extrema, la pobreza monetaria y los sectores vulnerables. De ahí, el aumento de la desigualdad a lo largo de todo ese interregno.
La ética pública postula la confianza que no es otra que la autoridad moral, la necesidad insoslayable de desarrollar el capital reputacional, desfigurando siempre en nuestro accionar sin titubeos ni difuminación los dilemas éticos (definido como “una decisión indeseable o desagradable relacionada con un principio o práctica moral en tres categorías: 1) Hacemos lo que resulta más conveniente, 2) Hacemos todo lo necesario para ganar; 3) Nosotros pensamos nuestras opciones con relativismo)”.
No hay una ética pública socializada en el conjunto de la sociedad, pues somos uno de los países de la región con mayores atajos sociales y con la densidad pública ocupacional más alta. No es posible desde la dimensión ética, moral y de legitimidad que desde el 2006 los Senadores tengan un fondo de asistencia social, denominado muy acertadamente “barrilito”, con un mínimo mensual de RD$750,000 pesos. Un peso por cada elector por provincia. De igual manera, cómo la sociedad sigue tolerando que los congresistas tengan dos exoneraciones en cuatro años y la mayoría las venden, violando la propia ley de privilegios que ellos mismos se han dado.
Hemos construido, sin darnos cuenta, una especie de revolución inversa, allí donde la elite política, desconociendo con “ceguera” la ética pública, se enriqueció hasta el paroxismo y diseñaron una arquitectura para erigirse en casta, muy por encima del pueblo que dicen representar. Es la estructura de poder, amplificada en una estructura económica, política y social desgarradora para la inmensa mayoría de los que conforman el cuerpo social dominicano. Como nos dice Marcos López “las estructuras de poder, pretenden influir en los comportamientos sociales a base de movimientos tectónicos que, trazando una hoja de ruta construida para proteger sus intereses, incide directamente en el ámbito empresarial, geopolítico, económico y social, tanto de las naciones, como de las instituciones internacionales”.
La ética pública, al decir de Aniceto Masferrer en su libro Libertad y Ética pública “es una realidad, se quiera o no. Es, en definitiva, ese conjunto de creencias y valores mayoritariamente asumidos por una sociedad, por cada sociedad, que tiene sus elementos diferenciales en función del contexto geográfico y que suele cambiar y evolucionar con el paso del tiempo”. Por ello, no debemos de desmayar por construir una ética pública que tenga como norte la verdad, la cultura dialógica y de reivindicar en lo que creemos con verdadera integridad.
Después de todo es el vaivén de los humanos en su largo periplo por la historia. Porque “no hay que olvidar que luchar ya es vencer, porque cuando se lucha por la verdad, la derrota no existe y, si se produce, es simiente de futuro”.